Un año después del fatal accidente del vuelo JK5022 en el Aeropuerto de Madrid-Barajas la Comisión de Investigación de Accidentes e Incidentes de Aviación Civil acaba de hacer públicas las conclusiones provisionales sobre las causas que lo produjeron: un fallo mecánico (que no advirtió de la inadecuada configuración de los alerones de la aeronave) y un error humano (la equivocada configuración de la posición de dichos alerones) desencadenaron la tragedia. Fracasaron, pues, los sistemas y los procedimientos de seguridad técnica que, pese a desgraciados sucesos como estos, han hecho de la aviación el medio de transporte más seguro.
La seguridad es el valor fundamental sobre el que se ha levantado y debe mantenerse en auge este importante sector económico. Es el principio basilar en que descansa todo el ordenamiento administrativo aeronáutico con una doble proyección normativa: la prevención de los accidentes debidos a causas operativas o técnicas (seguridad técnica o safety) y la prevención de los actos ilícitos a bordo de las aeronaves o valiéndose de ellas (seguridad pública o security).
A este respecto, el pasajero tiene capital interés en que se cumpla la prolija normativa técnica preventiva, fruto de la experiencia aeronáutica acumulada y de los avances tecnológicos, plasmada en reglamentaciones y recomendaciones formuladas por organismos expertos (como la Organización de Aviación Civil Internacional, las Autoridades Conjuntas de Aviación Civil, la Agencia Europea de Seguridad Aérea, Eurocontrol, las comisiones de investigación como la ya citada o, en el inmediato futuro, nuestra Agencia Estatal de Seguridad Aérea). Con ellas se ordena toda la operación aeronáutica, desde el diseño y la fabricación de las aeronaves y sus componentes hasta la desestiba y entrega de equipajes, incluida la cualificación del personal de vuelo o de tierra y el comportamiento a bordo del pasaje.
El cumplimiento de esa normativa depende tanto de la voluntad y diligencia de los agentes del sector (compañías, pilotos, tripulaciones de cabina, técnicos de mantenimiento, responsables y técnicos de la asistencia en tierra, gestores aeroportuarios, controladores), como de la eficacia del sistema administrativo de garantía, basado en controles y verificaciones preventivas (autorizaciones, licencias, certificaciones…) y de funcionamiento, mediante la supervisión y regular inspección de las actividades aeronáuticas y la eventual imposición de sanciones o la revocación de los títulos que autorizan su ejercicio.
De ambos factores depende la seguridad del vuelo y por ellos se desdobla la preocupación de los pasajeros, a la que no es ajena el fenómeno y los efectos de la liberalización de este modo de transporte.
En efecto, por lo que hace a la responsabilidad empresarial, cabe preguntarse si la fuerte competencia existente en el mercado del transporte aéreo, estimulada por el modelo de negocio de bajo coste y la sensibilidad de la demanda al precio de los servicios aéreos, está ejerciendo una presión excesiva sobre los agentes intervinientes en la provisión de servicios aeronáuticos, forzándoles a buscar la rentabilidad alcanzando niveles de eficiencia situados en el límite de las posibilidades reales de operar con seguridad una aeronave.
Se están generalizando los planes de contención de costes, los apretados programas comerciales para los aviones con las consecuentes presiones y prisas excesivas sobre tripulaciones y técnicos, la máxima ocupación y rotación de los aviones, la reducción de los tiempos de escala, la carga parcial de tanques de combustible, la aplicación de procedimientos de vuelo menos consuntivos y otras medidas, que pueden estar, desde luego, dentro de la legalidad, a veces en su frontera, pero que implican niveles de eficiencia tan ajustados o apurados que cualquier desajuste o variación, por poco relevante que parezca, de cualquier actor de la cadena, por falta de diligencia o para obtener una mínima ventaja productiva o competitiva, pueda provocar el paso de la eficiencia absoluta a la más grave y terrible ineficiencia.
Y por lo que hace a la responsabilidad pública (en nuestro país repartida entre la Dirección General de Aviación Civil, la Agencia Estatal, la Agencia Europea y los Colegios Profesionales de Ingenieros Aeronáuticos y de Pilotos –que poco a poco va adquiriendo el protagonismo institucional que merece–) parece que nos topamos con el problema de la ineficacia o, aun peor, de la inactividad administrativa, muchas veces debida a la falta de capacidad material o a la falta de medios técnicos y humanos. Incapacidad que, por la confianza en el paradigma de la liberalización, puede intentarse suplir buscando la colaboración de la iniciativa privada, incluso la de los propios agentes sometidos a control, quedando así en buena medida privatizadas las funciones públicas de verificación e inspección y trasladada a las empresas la responsabilidad de las Administraciones.
Esta solución, aceptada por la Ley de Seguridad Aérea de 2003 (art. 26), aunque sea preferible a la inactividad llana, no está exenta de riesgos, no siempre debidamente sopesados. Riesgos no tanto de la privatización, cuanto de la mercantilización de las funciones administrativas. Porque una cosa es confiar a la iniciativa privada el ejercicio de una función pública (la tradicional gestión indirecta o concesional de los servicios públicos) y otra distinta convertir la función pública en objeto de comercio y someter su ejercicio a las reglas del mercado, al juego de la demanda y la oferta, a las presiones de la concurrencia y de la competencia, al paradigma empresarial de la contención de costes y del incremento del beneficio.
Esto último puede tener inconvenientes serios. Porque la mercantilización de las funciones públicas –sobre todo cuando somete y limita el albedrío particular– puede propiciar su abaratamiento y degradación, la pérdida de rigor derivada de la búsqueda de la rentabilidad y de la lucha por la demanda entre los agentes privados a quienes se confían. Condicionantes que pesarán, en igual o mayor medida, cuando sean las propias empresas supervisadas, sus filiales de formación o de mantenimiento, las que, como colaboradoras de la Administración, deban asumir con sus propios medios y personal (bajo el inevitable influjo de la relación de empleo o el humano exceso de confianza en lo propio) las funciones de verificación o control en régimen de autocomprobación. Y porque puede enmascararse bajo una falsa apariencia de normalidad y confianza lo que la anómala inactividad administrativa por lo menos no logra ocultar.
En el escenario de libre y tenaz competencia que ha dispuesto la liberalización del transporte aéreo deben neutralizarse dichos riesgos, máxime cuando el objeto y finalidad de las funciones públicas que se deprecian es la seguridad técnica del vuelo y está en juego la vida o la salud de las personas.
Las oportunidades y ventajas económicas que ha supuesto la liberalización del transporte aéreo en términos de eficiencia, competitividad y creación de empleo y riqueza, pueden ser vanas sin el freno o contrapeso de una regulación o intervención pública que, inmune a las vicisitudes del mercado y por encima de ellas, anteponga y garantice el objetivo de la seguridad.
A tales efectos no parece existir otra alternativa, aunque se incremente el coste del servicio aéreo, que la permanente revisión y elevación, en su caso, de los márgenes de seguridad operacional exigidos por la normativa (como de hecho se viene haciendo) y la existencia de un sistema público de garantía verdaderamente independiente y bien dotado que supervise y asegure eficazmente el cumplimiento holgado de esa normativa (en muchos aspectos mejorable, aunque esté contenida la siniestralidad).
Un sistema preventivo que contemple, lógicamente, la participación y colaboración de todos los agentes implicados, pero que no se sustente sólo o esencialmente en ella, ni deje principalmente bajo su responsabilidad la efectividad y el buen fin de las labores técnicas de acreditación, verificación o inspección aeronáuticas. La reciente creación de la Agencia Estatal de Seguridad Aérea constituye una ocasión idónea para implantar y hacer descansar en ella un sistema así (que podría contar también con la experiencia de SENASA y de los colegios profesionales del sector), siempre que se le dote de personal cualificado (no fácil de improvisar) y de los medios adecuados, asumiendo la relevancia y la imprescindibilidad del gasto necesario para hacerlo.
Por lo dicho parece, en síntesis, que la seguridad del mercado aéreo es poco compatible con un mercado de la seguridad aérea.
Es oportuno pensar sobre esto al contemplar el último y desgraciado suceso aeronáutico. Pero quizás convenga también llevar la reflexión, pensando en otros sectores productivos, a un plano más general: el del protagonismo del Estado y de las Administraciones Públicas en el mercado. Posiblemente no está ya justificada la privilegiada presencia que tuvo en el pasado (el enorme sector público que tuvimos no hace tantos años), pero el Estado tampoco debería quedar reducido a la condición de mero regulador, observador y árbitro, liberándose de otras responsabilidades, especialmente cuando el mercado pone en juego valores y derechos tan esenciales.